Comentario
Cuando un arqueólogo o un historiador del arte menciona una villa romana, normalmente se refiere a una edificación aislada en el campo, cualquiera que sea su uso. Esta consideración un tanto imprecisa del término se remonta ya a época romana, cuando el término villa era entendido de forma diferente por distintos autores, que lo usaban para denominar construcciones campestres de características muy diversas. En origen, las villas eran esencialmente casas de labor y a lo largo de los primeros siglos de la historia romana fueron desarrollándose progresivamente como centros de fincas de mayor o menor extensión hasta convertirse en auténticas unidades de explotación agraria. La villa, como tal, comprende unas tierras -el fundus- y unos edificios donde se organiza el trabajo y desde donde se distribuyen los productos, la villa propiamente dicha. Las hay desde las de tamaño reducido, como pequeñas granjas, hasta otras tan extensas como pueblos; unas tienen el carácter modesto que corresponde a pequeñas fincas de uso agrícola, mientras otras parecen tratar de competir con los edificios de la ciudad en monumentalidad y riqueza.
Si las villas hubiesen limitado sus actividades a los trabajos propios de la agricultura, hubiese sido difícil concebir un ambiente menos propicio que el de estos lugares para favorecer la creación artística; sin embargo, un gran número de obras sobresalientes del arte romano se han hallado precisamente en estos establecimientos, y muchas de las ideas que hoy tenemos sobre el gusto, las aficiones y la forma de ser de los romanos no pueden ser entendidas sin comprender lo que significaron las villas. Estas fueron mucho más que simples explotaciones agropecuarias: en su seno se produjo esa pluralidad de actividades de las que nos hablan los autores clásicos y que las investigaciones arqueológicas documentan. Los escritores latinos de los que procede nuestro conocimiento literario sobre las villas ponen el acento en distintos aspectos de estas peculiares construcciones: agrónomos como Columela o Varrón centran su interés en la hacienda como centro de producción agrícola y se extienden en las descripciones de almacenes, lagares, establos, herramientas, labores del campo.
Poetas como Marcial o Ausonio prefieren deleitarse en describir las ventajas que para su espíritu les ofrecen sus casas de campo; mientras que un estudioso de la arquitectura como Vitruvio o un historiador de la naturaleza como Plinio ponen mayor énfasis en los aspectos constructivos, artísticos o geográficos de las villas. Todos ellos son romanos; todos ellos entienden, en consecuencia, que la propiedad campestre es precisamente eso, una propiedad, un bien inmueble del que es necesario obtener un provecho económico; pero también que al hallarse situada en el campo participa de unas características especiales por las que siempre se sintieron atraídos.
Es sabido el profundo amor que los hombres del mundo antiguo sintieron por la naturaleza; buena prueba de ello son los abundantes testimonios que nos ofrece su literatura, que aunque en ocasiones sean meros ejercicios de recreación intelectual, en general evidencian un interés auténtico por las cosas del campo. Es curioso constatar cómo una detenida exposición de los trabajos agrícolas orientados a la explotación no estaba reñida con la apreciación estética o la nueva delectación en estas actividades: en su "De re rustica", una metódica y hasta árida descripción de las faenas del campo, Columela intercala un libro en verso dedicado al cultivo de los jardines. Una pars rustica, una pars urbana: ésta es la doble naturaleza de la villa, éstos son los dos extremos entre los que va a oscilar el establecimiento campestre romano a lo largo del tiempo.
Los propietarios de las villas siempre tuvieron presente esta doble necesidad: por una parte, la producción agraria; por otra, su naturaleza de lugar de retiro y de descanso de los propietarios. Este componente de relajación y disfrute de las delicias del campo variaba, naturalmente, según los distintos propietarios, el tipo de propiedad y las épocas y momentos económicos por los que atravesó el Imperio romano.
En los dos últimos siglos antes de nuestra Era, Roma se había transformado, desde ser una mediana ciudad del Lacio a convertirse en un gran Imperio; la conquista había proporcionado a los romanos enorme cantidad de territorios, al tiempo que los situaba frente a la necesidad de dominar efectivamente estas extensas propiedades de nueva adquisición. Para ello se hizo precisa la creación de asentamientos desde los que explotar los recursos económicos que brindaba el campo.
Primero se crearon las colonias, que incluían el reparto de tierras en centuriaciones, y pronto la organización de la producción agrícola exigió la edificación de villas en el centro de las fincas y propiedades agrarias. En Hispania, uno de los primeros territorios dominados, este proceso fue particularmente temprano, especialmente en las tierras del sur y del centro de la Península. Las victorias militares habían proporcionado un gran número de esclavos, que fueron empleados como mano de obra barata y abundante al servicio de la producción agraria. En poco tiempo, grandes extensiones de tierra pudieron ser explotadas eficientemente, merced a este abundante número de aparceros y siervos; las crecientes necesidades de productos agrícolas por parte de las poblaciones de una Hispania con una vida urbana en aumento facilitaron el desarrollo de estas propiedades, originando cambios que habían de afectar de manera decisiva a estas primeras instalaciones campestres.